Aire Libre
Un mundo paralelo: Velatropa, una aldea espiritual y sustentable oculta en la Ciudad
«El ser vale más que el tener», dice uno de los letreros que marcan el camino de entrada. Esa quizá sea una de las principales filosofías de quienes pasan alguna vez por Velatropa, la ecoaldea hippie, espiritual y sustentable que pese a estar a metros de Ciudad Universitaria se esconde de la vorágine porteña. «Vivir no es necesariamente estar dentro del sistema», reza una de las mandalas que cuelgan de las casas de adobe que desde hace años son construidas por estudiantes de Ciencias Naturales y de Arquitectura de la UBA.
La gente que pasa por la aldea y elige vivir en comunidad, construir las viviendas que van a habitar y cultivar lo que van a comer, entiende que la vida «no pasa por tener más bienes materiales, sino por aprender a vivir con lo menos posible, cosechando momentos y alcanzando la felicidad«, cuentan. El proyecto, que arrancó después del desalojo en 2006 de los travestis y narcos de la ex Villa Rosa de Núñez, fue una idea que tuvo un profesor para frenar la poda de árboles y extinción de aves para la construcción de más estacionamientos universitarios.
En estos terrenos todos son bienvenidos si la finalidad es la misma: respetarse, cuidar la Pachamama y alcanzar la paz en comunidad. «Velatropa es un parque natural y un centro de experimentación que busca formas alternativas de encarar nuestro rol en el Planeta», contó un chileno que hace tres semanas se instaló en el lugar y que está ayudando a Nahuel Ávila –uno de los más antiguos del lugar- a construir el techo de una de las casas de cañas que cuelgan de los árboles.
«Desde lo cotidiano hasta lo práctico, técnico y filosófico se abordan las esferas del conocimiento en búsqueda de un desarrollo sustentable, social, y sobre todo, didáctico. Nuestro fin es ser un ejemplo y una visagra entre la forma de vida globalizada y urbana y la localizada y rural. Sin llegar a ser ni una ni la otra brindamos la posibilidad de participación en la construcción de un porvenir más justo con la naturaleza y sus, incluyéndonos, moradores», explica el sitio oficial de Velatropa.
En este predio solo hay electricidad de noche. Los únicos que comen carne son los dos perros del lugar que cazan nutrias en el río, juegan por los pastizales y vigilan el predio. Los demás son todos veganos y preparan hasta el queso de la pizza. La tierra se trabaja y se cultiva el alimento. No hay internet ni smartphones ni TV. Solo se contempla la naturaleza, el sonido de los pájaros y los aviones de Aeroparque que irrumpen la serenidad con sus despegues y aterrizajes.
Lo distintivo de esta ecovilla es que –a diferencia de otras- sus miembros son transitorios y en su mayoría extranjeros. «Acá no hay líderes. Esto es una organización horizontal«, insiste un joven que trabaja la huerta bajo el rayo penetrante del sol. A su lado y en cuero está Auca, uno de los integrantes más respetados de la comunidad e hijo de Mapuches. Hombre de pocas palabras, rasgos marcados y raíces aborígenes. Con machete en mano, trabaja la tierra y solo responde a sus compañeros. A veces –cuentan- Auca invita a comer a aborígenes de los Qom y juntos hacen ceremonias de agradecimiento a los dioses y la Pachamama.
Simón es uno de los más grandes de la comunidad. De sus 50 años, más de 20 los vivió en distintas ecoaldeas de América Latina. Hoy en día, solo va a Velatropa de día para ayudar con los viveros (hay dos), la preparación de la comida y la construcción de casas de adobe, madera y caña. La mayoría de los mensajes de aliento espiritual y autoayuda grabados en piedras son de su autoría, algunos otros son citas de canciones y fragmentos de la Biblia. Su buena energía contagia el lugar y es uno de los mejores anfitriones para recorrer la aldea. «El vivero es lo que más me gusta porque con los cursos gratuitos que dictamos, atraemos gente sana interesada en la naturaleza».
Él explica a la perfección los riesgos que corren los habitantes de la ecoaldea al ser de entrada libre y abierta a la Ciudad. «Acá puede venir cualquier persona: un ex adicto, gente de la calle, pero hay normas de convivencia que se deben respetar y cumplir. Acá no se consume ni alcohol ni drogas y si una persona viene fuera de sí, no es bien recibida. Cuidamos mucho que no venga gente con malas intenciones. Nos defendemos entre todos», explica Simón. «Intentamos que la gente deje afuera todas las cosas negativas y destructivas del ser humano como la violencia y los vicios. Pero como acá hay muy buena energía, por lo general atraemos gente sana e interesada en la naturaleza. La unión hace a la fuerza», agrega Nahuel.
Algo similar resalta Simón: «La aldea pasó por muchos procesos, ya que antes acá hubieron dos villas. Pasaron muchos grupos diferentes de personas y hace unos años nació esto intentando que sea un colchón de amortiguamiento de la reserva ecológica: se hace permacultura, reciclaje y huerta, y se trata de vivir más en paz y en armonía con la naturaleza y todos los seres que la componen. También hay una biblioteca, un taller de reciclado de bicis, huerta, taller de arte y convergencias como festivales con bandas y ferias gratuitas de plantas medicinales, arroz integral». El proyecto cada día crece más y es más respaldado por las ONG como Un árbol para mi vereda.
«Siempre en la aldea hay alrededor de 30 personas que van rotando. Cualquiera puede venir a visitarla. Es de libre acceso y gratuito. Para vivir acá, se dan pasantías de una semana o dos y se evalúa si las personas se sienten bien con la convivencia en comunidad. Vienen muchos grupos de la facultad de naturales y arquitectura», precisa Nahuel y muestra el vivero que fue construido con pallets por alumnos de esa carrera. «Los sábados damos talleres de árboles y pájaros nativos que están en extinción y muchos otros», dice.
«La mayoría somos artistas y algunos estudian. Acá estudiamos la vida, aprendemos del universo, el calendario maya, la naturaleza, la convivencia. Hay otros que son artesanos, malabaristas, músicos pero salen a trabajar cuando es necesario porque no se trabaja todo el tiempo. Intentamos aprender más de la vida y la naturaleza. Cada Equinoccio lo celebramos con fogones y comidas grupales», detalla Nahuel.
John es chileno. Llegó a la ecoaldea porque le contaron que «estaba muy buena». «Nos bañamos con agua fría y las duchas son bonitas. De hecho, tienen mensajes por todas partes que son inspiradores para que cuando le gente se duche, los lea». José Álvaro, su compañero de viaje, dice que la experiencia es hermosa y que el contacto directo con los colores de la naturaleza y los sonidos de los pájaros hace que todo sea especial. «Las construcciones son espectaculares y son abiertas porque están pensadas para que la gente nos visite. Es bien bonito», afirma.
Los miembros de Velatropa cocinan juntos y comen en círculos; lavan la ropa a mano y crearon una heladera que funciona con arena y macetas que se recargan con agua de lluvia. Tienen un horno que funciona con paneles solares y una sola canilla con agua potable que les proporcionó la UBA. No obstante, reconocen que aún no llegan a ser totalmente autosustentables y que por eso se organizan para ir a las verdulerías y recuperar lo que muchas veces se tira porque «no está lindo para la venta».
José Álvaro destaca por sobre todo la contención espiritual y el diálogo grupal que impulsa a la gente a enriquecerse interiormente. «Tolera, escucha, conversa», sugiere otro de los mensajes resaltados en el refugio de invierno de adobe, que agrupa colchonetas para meditar, libros, un horno de barro, y una galería de arte donde los visitantes dejaron obras y que está empapelado con mensajes y dibujos de agradecimiento. NR
Fuente: Infobae