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Puerto Madero, la joya del ex intendente Carlos Grosso
Una pareja de franceses acaba de encargar dos de los platos más sofisticados de la carta. Él: magret y confit de pato, arroz en su jugo, hinojo, espinaca y shiitake. Ella: cochinillo, kimchi, menta, perejil y porotos pallares. Se disponen a comer al aire libre mientras toman un aperitivo al sol. La vista es imponente. El Puente de la Mujer, los rascacielos más modernos de la ciudad, el río y sus embarcaciones. Puerto Madero -el barrio más joven de los 48 que componen la Ciudad de Buenos Aires- es otro país, un país de 170 hectáreas recostado sobre el Río de la Plata en el que ya no quedan terrenos para construir. Un país, en el que vive una parte del poder de la Argentina y en el que no hay asaltos, en el que los chicos pueden jugar en los parques hasta tarde y en el que los turistas gastan sus dólares en restoranes vanguardistas y bares de moda.
Se cumplieron 30 años de su creación. El lujo reemplazó a los silos, a las ruinas y al desecho de viejos galpones que dominaron esa zona durante medio siglo, que obligaba a los trabajadores a concurrir con botas altas para esquivar las ratas. Hace años que Puerto Madero se asume como el emprendimiento urbano más importante del país. Viven aquí 13.500 personas, aunque por el funcionamiento de las oficinas, los lugares de esparcimiento y las universidades se mueven diariamente unas 80 mil.
Claro, vivir en esta burbuja glamorosa, es apto sólo para clases acomodadas. Según un relevamiento de Mercado Libre Inmuebles se trata del lugar más caro de América Latina. El metro cuadrado promedia los 6.141 dólares, secundado por Miguel Hidalgo, Polanco, en México con US$ 5.107. En octubre de 2010 se vendió el último terreno. Una cadena de hoteles emprende una obra arquitectónica de la que se hablará bastante: pretende construir un cuadrado sin centro en el medio de 39 pisos en una parcela del Dique 4. La inversión estimada es de 300 millones de dólares.
Puerto Madero fue una exitosa experiencia de gestión de uno de los dirigentes del peronismo porteño más destacado de su generación. Carlos Grosso había llegado a ese puesto a los 46 años, de la mano de Carlos Menem. Por aquellos años, el alcalde porteño era designado por decreto por el Presidente de la Nación. Menem, como otros peronistas trascendentes, veían en Grosso a un hombre brillante. Pecados propios y ajenos lo condenaron al ostracismo. No solo por las denuncias finales de corrupción: Menem lo pasó al bando de los enemigos cuando Grosso le confesó que quería ser presidente. Eso suponía que Menem tenía que desistir de algo que, seguro, ya tenía en la mente: la reelección de 1995.
La administración de Grosso, que había nacido en Pampa del Infierno, Chaco, estuvo envuelta en una salida conflictiva, pero no exenta de puntos muy altos en términos de obras. Puerto Madero es el caso más llamativo. Quienes mantienen diálogo permanente con él consideran una injusticia que Grosso no tenga un reconocimiento mayor.
Grosso estudió con los jesuitas, a unos años apenas de distancia del Papa Bergoglio. De su grupo Victoria Peronista se desprendió buena parte de los dirigentes que hoy rodean a Alberto Fernández. Su último cargo público fue en la efímera presidencia de Adolfo Rodríguez Saá, como asesor de la jefatura de Gabinete, aunque es, desde hace años un asesor en las sombras de Mauricio Macri. Sus informes los hace por mail para que lo vean poco aunque influyen mucho. Pero si tiene que estar, está: en el pico de la crisis que atravesó el gobierno macrista, en setiembre de 2018 -cuando se decidió recortar los ministerios a la mitad y se desarmó el triángulo de poder que comandaba Marcos Peña- Grosso estuvo en la mesa chica -“la mesa ratona, la llamaron- con Macri, Peña y Jaime Durán Barba. Se reunieron varias horas en la residencia de Olivos, un sábado y antes de darle participación a otros referentes clave del espacio, como Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal.
Grosso actuó siempre como la contracara de Durán Barba, con quien -paradójicamente- mantiene una amistad. Ambos son lectores voraces y los dos estudiaron religión y literatura. Grosso evita a los periodistas. No concede entrevistas ni contesta mensajes. El autor de esta nota de Clarín le escribió en no menos de 10 oportunidades en los últimos cinco años. El doble check en el azul de WhatsApp no miente: los mensajes fueron leídos. Pero nunca hubo la más mínima respuesta. Ni siquiera para hablar de lo que él considera su joya: el boom de Puerto Madero. NR